Temperamento romántico

Temperamento romántico

 Iván Martín (piano)

Teatro Jovellanos, 16  de diciembre de 2020.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

El miércoles volvió a sonar la música en el Teatro Jovellanos, y de nuevo fue con un concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón. Quiso la casualidad (un romántico diría el destino) que fuera justo el día en el que se cumplían 250 años del nacimiento de Beethoven, una oportunidad que no se podía dejar pasar para hacer sonar en el auditorio gijonés la música del genio de Bonn. En el programa aparecían dos de sus sonatas más conocidas, la «patética» y la «appassionata»; todo un reto para cualquier pianista que fue asumido con naturalidad y solvencia por el canario Iván Martín, quien ofreció una lección de temperamento romántico.

Los subtítulos que los editores pusieron a estas sonatas dan una idea del carácter de las obras. La «patética» («Sonata n.8 en Do menor, Op. 13») abrió el recital; es una de esas piezas que aparece en las historias de la música por haber revolucionado la estructura sonata y por recoger el giro del lenguaje de Beethoven hacia el romanticismo. Los contrastes entre temas construyen el primer movimiento, que fue conducido por Martín con una generosa y acertada gestualidad, destacando su cuidado en el manejo de unos tiempos que llevó en ocasiones hasta la disolución del compás. El archiconocido «Adagio» destacó por lo contenido de la dinámica, mientras que el «Rondó» estuvo marcado por la precisión y la contundencia en las cadencias.

La selección de números de la suite «Romeo y Julieta» de Prokofiev fueron un breve alto en el camino de una tarde consagrada a Beethoven, pero sirvieron para ver la influencia del compositor alemán en un ruso del siglo XX y para apreciar la versión pianística que el compositor hizo de este ballet. La interpretación fue correcta, pero resulta imposible reproducir al piano la fuerza y la riqueza tímbrica orquestal de la «Danza de los caballeros». Con la «Appassionata» («Sonata n.23 op.57 en Fa menor») de Beethoven volvimos a los inicios del romanticismo y a los contrastes de tempi y dinámicas. Iván Martín hizo avanzar con firmeza el característico tema punteado del «Allegro» inicial sobre un entramado armónico con poderosos graves; las veloces ráfagas de escalas imprimieron más tensión al desarrollo melódico, estableciendo un interesante juego entre contención y nerviosismo. La regularidad y la solemnidad se impuso en el «Andante», que derivó de forma natural, y sin pausas, en un movimiento final que transita del «allegro» al «presto», subiendo la intensidad a base de un torbellino de escalas que resuelve en una cadencia preparada.

La ovación final fue larga, todo lo que no habían podido ser las que siguieron a cada una de las obras, porque Martín no abandonó el escenario en ningún momento. El canario tuvo que salir varias veces para agradecer los aplausos y correspondió, como no podía ser de otro modo, con una pieza de Beethoven. El «Claro de luna» emocionó a los asistentes, que contuvieron la respiración hasta que el último acorde se disolvió completamente en el aire antes de volver a las ovaciones.

 

 


Equilibrio y naturalidad

Un dúo solvente y equilibrado

 Jesús Reina (violín)  y Damián Hernández (piano)

Teatro Jovellanos, 21  de octubre de 2020.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Pocas formas musicales recogen los desarrollos estéticos de la música instrumental como la sonata. Desde el barroco, ha servido como «campo de pruebas» para muchos compositores, que encontraban en estas obras de formato reducido un espacio para innovar y ensayar recursos que, muchas veces, acababan formando parte de sinfonías y otras obras de grandes dimensiones. Pero la sonata es una forma con entidad propia, fundamental en el repertorio de cámara y supone siempre un reto para los músicos que deciden llevarlas en el programa de sus conciertos. El pasado miércoles Jesús Reina (violín) y Damián Hernández (piano) asumieron el riesgo y se subieron a las tablas del teatro Jovellanos dispuestos a dar una lección de historia de la sonata, en lo que fue un nuevo recital de la temporada de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Una entrada ordenada, mascarillas, distancia de seguridad, y poco después de las ocho todo estaba listo para que empezara el concierto. Parece que, poco a poco, todos vamos haciéndonos a las nuevas dinámicas de ir al teatro. Arrancaron con una obra cómoda, la «Sonata Primavera» de Beethoven, una composición de juventud plenamente clásica y en la que prima la claridad y el orden. El tema aparece en el violín desde los primeros compases y el diálogo con el piano va desarrollando y variando el motivo principal sin complicaciones. Los cuatro movimientos que componen esta sonata no presentaron ninguna dificultad para los músicos, que supieron mantener la tensión de la obra e imprimir carácter a cada pasaje.

La «Sonata en La mayor» de César Franck nos trasladó a la estética del Romanticismo, y el recital fue ganando en carga dramática. Aquí los temas no están tan definidos, y la inventiva del compositor francés difumina la dinámica de jerarquías en los diálogos entre instrumentos para obligar a una compenetración que exige equilibrio en la interpretación. Destacó el «Recitativo-fantasía» por la fuerza que Jesús Reina imprimió a las notas graves y por la compenetración con Damián Hernández en los pasajes en los que se disuelve el compás. Lástima que el remate de la obra con la cadencia final del «Allegretto poco mosso» resultara algo apresurado, porque habría puesto el golpe de efecto a una acertada interpretación.

El programa se cerró con la «Sonata en Re menor» de Szymanowski, una obra de inicios del siglo XX y enmarcada en un postromantismo deudor de Scriabin. Los contrastes de tempi y de aires se suceden desde el inicio y no se detienen siquiera en el «Andantino tranquillo e dolce», donde el lirismo del tema es interrumpido por un sorprendente pasaje de pizzicati coordinados de forma magistral con las notas del piano. El dramatismo del «finale» permitió a los músicos echar el resto y entregarse a la intensidad de cada fraseo para caer en una cadencia final que desató la ovación. Como propina sonó el «Traumerei» de las «Escenas infantiles» de Robert Schumann.

 


Equilibrio y naturalidad

Equilibrio y naturalidad

 Bella Chich (viola)  y Juan Barahona (piano)

Teatro Jovellanos, 5  de febrero de 2020.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Son muchos y de diversa índole los factores que intervienen en el desarrollo de cualquier recital; desde la elección y orden de las obras en el repertorio a la actitud que los intérpretes tomen ante ellas. En la música clásica, la tensión entre lo que el compositor expresa en la partitura y lo que el músico decida interpretar está siempre presente, y muchas veces hemos visto conciertos lastrados por un excesivo protagonismo del ejecutante, o por adoptar una actitud rigurosamente neutra ante la partitura. El equilibrio entre ambas posturas es parte del talento, se trata de encontrar la justa medida entre el respeto a la obra y la personalidad de quien le da vida, y eso es lo que nos encontramos en el concierto que Bella Chich (viola) y Juan Barahona (piano) ofrecieron el pasado miércoles en el teatro Jovellanos dentro de la programación de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

No es habitual encontrar a la viola como instrumento principal. La historia de la música le ha otorgado un papel secundario, de apoyo, y a la sombra del violín, pero su ámbito melódico amplio le da versatilidad, mientras que su sonido se mueve entre la sutileza y una fuerza muy eficiente para la carga dramática. Bella Chich dio buena muestra de todo esto; el arranque del “Fantasiestücke” de Schumann nos introdujo en el aire romántico del compositor con una melodía delicada y bien articulada que fue evolucionando con acertados matices dinámicos. Chich mostró carácter en la resolución con peso de las cadencias de la segunda pieza de la obra, que ya anunciaban un final marcado por la fuerza y el ímpetu apresurado del Romanticismo.

La “Sonata en Fa mayor para viola y piano, op.11 nº4” de Paul Hindemith nos trasladó a un lenguaje muy distinto al de Schumann. Aquí el desarrollo temático no gobierna la evolución de la obra, y la melodía se carga de cromatismos para ofrecer un clima sugerente, propio de una pieza de la primera mitad del siglo XX. El inicio es contenido, con un tema que se va cargando de drama a medida que avanza para ofrecer todo tipo de afectos bien abordados por los intérpretes en todo momento.

La segunda parte fue íntegra para la “Sonata para violín y piano en La mayor” de César Franck, una de las piezas más célebres de su catálogo que Chich y Barahona supieron ejecutar con el clima pertinente. En esta pieza confirmamos el buen entendimiento entre ambos intérpretes, que facilitó la configuración de una atmósfera adecuada a la obra e hizo que todo fluyera con naturalidad. El discurrir pausado de los primeros compases fue sublime, y la resolución del enérgico Allegro final desató la ovación entre el público. Como propina, “El silencio de las noches de luna”, de Rachmaninov, un despliegue de lirismo romántico característico de este compositor ruso que Chich y Barahona interpretaron, de nuevo, con una magnífica compenetración.


Un viaje triste y bello

Crítica del concierto «Viaje de Invierno» (Winterreise)

Teatro Jovellanos, 11 de diciembre de 2019

Por Mar Norlander

Crítica del Concierto de la Filarmónica Gijonesa.

La Sociedad Filarmónica de Gijón ofreció uno de los conciertos más esperados de la temporada, el “Viaje de Invierno” (Winterreise) de Franz Schubert. La butaca rozando el lleno pudo seguir paso a paso cada verso mediante un programa de mano impreso para la ocasión a todo lujo y traducido del alemán, gracias a la implicación del Club Rotario de Gijón y la colaboración de diversas entidades, entre ellas La Nueva España. La recaudación íntegra de la taquilla se ofreció a beneficio de la Asociación de Esclerosis Lateral Amiotrófica del Principado de Asturias.

“Viaje de invierno” es una obra sublime y difícil, por cuestiones técnicas y por la necesidad de sumergirse en el mundo de las emociones para que sea creíble a los oídos de tantos aficionados. No olvidemos que esta obra es una de las más populares del género lied. Schubert tenía tan sólo veintiséis años y estaba muy enfermo de sífilis cuando abordó esta composición sobre doce poemas de Wilhelm Müller, con una gran carga dramática al haber perdido a su madre y sus hermanos cuando era niño. Tanto sufrimiento por ambas partes da lugar a un ciclo de venticuatro canciones desgarradoras a la par que bellas.  El tenor José Manuel Montero, acompañado por el pianista Aurelio Viribay, mostró una amplia gama de posibilidades al abordar un ciclo de canciones con tanta profundidad lírica.

No fue la mejor noche para el tenor. Ya advirtió al principio del concierto que llevaba varios días aquejado de varias patologías que afectan directamente a la voz, viéndose obligado a abandonar el escenario varias veces entre lied y lied. La merma de facultades se notó. Por momentos el exceso de nasalidad y la dificultad para los cambios de registro estuvieron presentes. A pesar de todo, en lugar de optar por anular el concierto demostró ser un tenor con muchos recursos técnicos y salvó la actuación de manera notable.

Sobresaliente fue la interpretación del pianista Aurelio Viribay, cobrando gran protagonismo en numerosos lieder, destacando la sensibilidad y la fluidez armónica. Recordemos que la función del piano a lo largo de toda la obra no es un simple papel de acompañante. Muy destacable su labor en “Sueño primaveral”, con gran contraste entre la belleza bucólica y la tristeza fría y oscura, hasta llegar a la absoluta “Soledad” del lied número doce, justo a la mitad del viaje. El movimiento oscilante del piano reflejaba perfectamente el vuelo de “El Cuervo” sobre la cabeza del viajero, mientras Montero desgarraba la voz en la “Mañana Tormentosa”, hasta llegar al último lied “El hombre de la zanfoña”. Una muestra de empaste entre voz y piano de lo más audaz, logrando sumergir al espectador en un viaje de invierno muy triste y muy bello.

Una pequeña parte del público manifestaba sus ansias por aplaudir, incluso antes de dejar reposar el acorde final de cada lied, resultando un tanto molesto. Está muy bien aplaudir, pero todo tiene su momento. El concierto terminó con una gran ovación y el reconocimiento al esfuerzo y al trabajo bien hecho por parte de dos grandes profesionales.

 

 

Un clarinete consagrado a la lírica

Un clarinete consagrado a la lírica

 Cuarteto Valencia y Carlos Casanova (clarinete)

Teatro Jovellanos,6   de noviembre de 2019.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Hoy en día, cuando hablamos de ópera pensamos automáticamente en grandes teatros y en imponentes producciones. Sin embargo, desde el siglo XVIII era habitual que la ópera trascendiera los muros de los auditorios y muchas arias y coros se adaptaran a todo tipo de formatos: desde el piano, tan popular en el siglo XIX, hasta las agrupaciones de todo tipo, de cuartetos a nutridas bandas de música. Sí, las melodías de muchas óperas se consolidaron en el repertorio popular alcanzando una significación inimaginable si se hubieran quedado encerradas en el espectáculo de los grandes teatros.

Con este espíritu Carlos Casanova (clarinete) y el Cuarteto Valencia trajeron a la programación de la Sociedad Filarmónica de Gijón un repertorio instrumental cargado de ópera italiana del XIX, y es que la popularidad de las óperas de Bellini o Verdi son quizás el máximo exponente de cómo este género ha cruzado todas las fronteras. Sin embargo, no todas las obras se prestan a la adaptación con la misma facilidad. El inicio fue chocante, si bien los músicos se esforzaron en dar vida al «Una voce poco fá» de «El barbero de Sevilla» de Rossini a base de agilidad y un acertado manejo de los retardos, resulta difícil emular la contundencia de la orquesta del compositor italiano con tan pocos efectivos. Así, la cadencia final resultó casi caricaturesca.

El drama de «Rigoletto» de Verdi se presta más a este formato. El clarinete se erigió en protagonista y dibujó los contrastes entre secciones preparando de forma adecuada la sucesión de melodías que abarca la fantasía sobre esta obra. El «Casta Diva» de la «Norma» de Bellini también sonó convincente, aunque no es de extrañar, porque esta aria hace mucho que tiene vida propia más allá de la ópera, desde los popurrís a la publicidad; la hemos oído de mil y una formas, y seguro que más de uno estaría tarareándola inconscientemente desde la butaca. Más cómoda fue la fantasía de «Don Giovanni» de Mozart; fraseos regulares, cierres de frase redondos y un conjunto equilibrado al que no le costó emular las maneras de una orquesta clásica.

En la segunda parte destacó el «Intermezzo» de «La fuerza del destino» de Verdi, que sonó contundente, aprovechando colorido tímbrico de las maderas en una adaptación que supo jugar con el amplio registro del conjunto. «El cazador furtivo» de Weber y «La traviata» de Verdi quizás se excedieron en el lucimiento virtuosístico del clarinetista, y es que a lo largo del concierto hubo varios momentos en los que faltó más trabajo de conjunto, tanto entre las cuerdas como en los diálogos del clarinete con el cuarteto.

Fue un concierto diferente, una de esas citas para disfrutar sin complejos de melodías bien conocidas y para visibilizar esa dimensión popular de un género tan encorsetado en la actualidad como es la ópera. Para cerrar el recital, en la misma línea y como propina, la habanera de «Carmen».

 


Cuarteto Enol: versatilidad y buen gusto

Cuarteto Enol: versatilidad y buen gusto

 Adolfo Rascón (violín), Cristina Gestido (viola), Teresa Valente Pereira (violonchelo) y Mario Bernardo (piano) 

Teatro Jovellanos,30  de octubre de 2019.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

La Sociedad Filarmónica Gijonesa ha encontrado en los cuartetos un formato que se ajusta como un guante a su programación. En los últimos dos años han pasado por las tablas del teatro Jovellanos un buen número de estos ensambles, y el buen nivel de todos los recitales dan cuenta del buen momento que atraviesa la interpretación de música de cámara y demuestran una buena selección en la programación. El pasado miércoles fue el turno para una de las formaciones más recientes en el panorama musical asturiano; el Cuarteto Enol lleva apenas dos años en activo, pero está integrado por músicos solventes con una consolidada trayectoria. Adolfo Rascón (violín), Cristina Gestido (viola), Teresa Valente Pereira (violonchelo) y Mario Bernardo (piano) han unido talentos para emprender un proyecto con gran proyección de futuro que conquistó al público gijonés desde los primeros compases.

Fueron valientes, arrancando el concierto con el “Cuarteto con piano nº2 en Mib Mayor” de Dvorak, una obra que exige gran compenetración y obliga a los intérpretes a imprimir carácter a la ejecución desde el inicio. El “Allegro con fuoco” fue toda una carta de presentación en la que el cuarteto supo contrastar el ímpetu de los pasajes “saccade” con el lirismo de los diálogos más románticos. Reinó el equilibrio en todo momento, y el conjunto se mostró versátil para adaptarse al aire de cada movimiento, aletargando con dramatismo el largo y desplegando recursos expresivos en el allegro final. La ovación confirmaba que el público estaba entregado, pero aún quedaba mucha tela que cortar en la segunda parte.

Hacía años que no escuchábamos a Salvador Brotons en el Jovellanos, en el recuerdo queda el espectacular “Concierto para trombón” de la OSPA en 2013. Pero el Cuarteto Enol se encargó de volver a acercarnos la música de este compositor catalán con el “Cuarteto con piano op.48”. Es una pieza comedida de inicio, “sensible”, con cierto aire impresionista y un colorido tímbrico que obliga a los intérpretes a cuidar hasta el más mínimo detalle; también precisa complicidad entre los músicos, esa confianza necesaria para abordar la obra con el convencimiento de que nada ni nadie va a fallar. Con esa seguridad la pieza avanzó hacia pasajes de textura más densa con fraseos largos en los que los temas fueron desdibujándose. Las cuerdas dieron en el clavo con la atmósfera sombría e inquietante del adagio y terminaron, de nuevo, por todo lo alto en el allegro.

Para rematar, el “Cuarteto con piano en La menor op.67” de Joaquín Turina. Una obra más fácil de escuchar, con líneas temáticas bien definidas y de marcado carácter español, pero no exenta de complejidades a la hora de mantener el tono y la tensión de la pieza o crear detalles como los pianísimos en la cuerda, los trinos del piano o el control del vibrato en los ataques del tema. Quizás faltó algo más de contundencia y definición en los acentos del último movimiento, pero el catálogo de recursos desplegado fue para quitarse el sombrero. Y así lo hizo el respetable, con una ovación prolongada que valió una propina.

 


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