Equilibrio y naturalidad

Equilibrio y naturalidad

 Bella Chich (viola)  y Juan Barahona (piano)

Teatro Jovellanos, 5  de febrero de 2020.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Son muchos y de diversa índole los factores que intervienen en el desarrollo de cualquier recital; desde la elección y orden de las obras en el repertorio a la actitud que los intérpretes tomen ante ellas. En la música clásica, la tensión entre lo que el compositor expresa en la partitura y lo que el músico decida interpretar está siempre presente, y muchas veces hemos visto conciertos lastrados por un excesivo protagonismo del ejecutante, o por adoptar una actitud rigurosamente neutra ante la partitura. El equilibrio entre ambas posturas es parte del talento, se trata de encontrar la justa medida entre el respeto a la obra y la personalidad de quien le da vida, y eso es lo que nos encontramos en el concierto que Bella Chich (viola) y Juan Barahona (piano) ofrecieron el pasado miércoles en el teatro Jovellanos dentro de la programación de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

No es habitual encontrar a la viola como instrumento principal. La historia de la música le ha otorgado un papel secundario, de apoyo, y a la sombra del violín, pero su ámbito melódico amplio le da versatilidad, mientras que su sonido se mueve entre la sutileza y una fuerza muy eficiente para la carga dramática. Bella Chich dio buena muestra de todo esto; el arranque del “Fantasiestücke” de Schumann nos introdujo en el aire romántico del compositor con una melodía delicada y bien articulada que fue evolucionando con acertados matices dinámicos. Chich mostró carácter en la resolución con peso de las cadencias de la segunda pieza de la obra, que ya anunciaban un final marcado por la fuerza y el ímpetu apresurado del Romanticismo.

La “Sonata en Fa mayor para viola y piano, op.11 nº4” de Paul Hindemith nos trasladó a un lenguaje muy distinto al de Schumann. Aquí el desarrollo temático no gobierna la evolución de la obra, y la melodía se carga de cromatismos para ofrecer un clima sugerente, propio de una pieza de la primera mitad del siglo XX. El inicio es contenido, con un tema que se va cargando de drama a medida que avanza para ofrecer todo tipo de afectos bien abordados por los intérpretes en todo momento.

La segunda parte fue íntegra para la “Sonata para violín y piano en La mayor” de César Franck, una de las piezas más célebres de su catálogo que Chich y Barahona supieron ejecutar con el clima pertinente. En esta pieza confirmamos el buen entendimiento entre ambos intérpretes, que facilitó la configuración de una atmósfera adecuada a la obra e hizo que todo fluyera con naturalidad. El discurrir pausado de los primeros compases fue sublime, y la resolución del enérgico Allegro final desató la ovación entre el público. Como propina, “El silencio de las noches de luna”, de Rachmaninov, un despliegue de lirismo romántico característico de este compositor ruso que Chich y Barahona interpretaron, de nuevo, con una magnífica compenetración.


Un viaje triste y bello

Crítica del concierto «Viaje de Invierno» (Winterreise)

Teatro Jovellanos, 11 de diciembre de 2019

Por Mar Norlander

Crítica del Concierto de la Filarmónica Gijonesa.

La Sociedad Filarmónica de Gijón ofreció uno de los conciertos más esperados de la temporada, el “Viaje de Invierno” (Winterreise) de Franz Schubert. La butaca rozando el lleno pudo seguir paso a paso cada verso mediante un programa de mano impreso para la ocasión a todo lujo y traducido del alemán, gracias a la implicación del Club Rotario de Gijón y la colaboración de diversas entidades, entre ellas La Nueva España. La recaudación íntegra de la taquilla se ofreció a beneficio de la Asociación de Esclerosis Lateral Amiotrófica del Principado de Asturias.

“Viaje de invierno” es una obra sublime y difícil, por cuestiones técnicas y por la necesidad de sumergirse en el mundo de las emociones para que sea creíble a los oídos de tantos aficionados. No olvidemos que esta obra es una de las más populares del género lied. Schubert tenía tan sólo veintiséis años y estaba muy enfermo de sífilis cuando abordó esta composición sobre doce poemas de Wilhelm Müller, con una gran carga dramática al haber perdido a su madre y sus hermanos cuando era niño. Tanto sufrimiento por ambas partes da lugar a un ciclo de venticuatro canciones desgarradoras a la par que bellas.  El tenor José Manuel Montero, acompañado por el pianista Aurelio Viribay, mostró una amplia gama de posibilidades al abordar un ciclo de canciones con tanta profundidad lírica.

No fue la mejor noche para el tenor. Ya advirtió al principio del concierto que llevaba varios días aquejado de varias patologías que afectan directamente a la voz, viéndose obligado a abandonar el escenario varias veces entre lied y lied. La merma de facultades se notó. Por momentos el exceso de nasalidad y la dificultad para los cambios de registro estuvieron presentes. A pesar de todo, en lugar de optar por anular el concierto demostró ser un tenor con muchos recursos técnicos y salvó la actuación de manera notable.

Sobresaliente fue la interpretación del pianista Aurelio Viribay, cobrando gran protagonismo en numerosos lieder, destacando la sensibilidad y la fluidez armónica. Recordemos que la función del piano a lo largo de toda la obra no es un simple papel de acompañante. Muy destacable su labor en “Sueño primaveral”, con gran contraste entre la belleza bucólica y la tristeza fría y oscura, hasta llegar a la absoluta “Soledad” del lied número doce, justo a la mitad del viaje. El movimiento oscilante del piano reflejaba perfectamente el vuelo de “El Cuervo” sobre la cabeza del viajero, mientras Montero desgarraba la voz en la “Mañana Tormentosa”, hasta llegar al último lied “El hombre de la zanfoña”. Una muestra de empaste entre voz y piano de lo más audaz, logrando sumergir al espectador en un viaje de invierno muy triste y muy bello.

Una pequeña parte del público manifestaba sus ansias por aplaudir, incluso antes de dejar reposar el acorde final de cada lied, resultando un tanto molesto. Está muy bien aplaudir, pero todo tiene su momento. El concierto terminó con una gran ovación y el reconocimiento al esfuerzo y al trabajo bien hecho por parte de dos grandes profesionales.

 

 

Un clarinete consagrado a la lírica

Un clarinete consagrado a la lírica

 Cuarteto Valencia y Carlos Casanova (clarinete)

Teatro Jovellanos,6   de noviembre de 2019.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

Hoy en día, cuando hablamos de ópera pensamos automáticamente en grandes teatros y en imponentes producciones. Sin embargo, desde el siglo XVIII era habitual que la ópera trascendiera los muros de los auditorios y muchas arias y coros se adaptaran a todo tipo de formatos: desde el piano, tan popular en el siglo XIX, hasta las agrupaciones de todo tipo, de cuartetos a nutridas bandas de música. Sí, las melodías de muchas óperas se consolidaron en el repertorio popular alcanzando una significación inimaginable si se hubieran quedado encerradas en el espectáculo de los grandes teatros.

Con este espíritu Carlos Casanova (clarinete) y el Cuarteto Valencia trajeron a la programación de la Sociedad Filarmónica de Gijón un repertorio instrumental cargado de ópera italiana del XIX, y es que la popularidad de las óperas de Bellini o Verdi son quizás el máximo exponente de cómo este género ha cruzado todas las fronteras. Sin embargo, no todas las obras se prestan a la adaptación con la misma facilidad. El inicio fue chocante, si bien los músicos se esforzaron en dar vida al «Una voce poco fá» de «El barbero de Sevilla» de Rossini a base de agilidad y un acertado manejo de los retardos, resulta difícil emular la contundencia de la orquesta del compositor italiano con tan pocos efectivos. Así, la cadencia final resultó casi caricaturesca.

El drama de «Rigoletto» de Verdi se presta más a este formato. El clarinete se erigió en protagonista y dibujó los contrastes entre secciones preparando de forma adecuada la sucesión de melodías que abarca la fantasía sobre esta obra. El «Casta Diva» de la «Norma» de Bellini también sonó convincente, aunque no es de extrañar, porque esta aria hace mucho que tiene vida propia más allá de la ópera, desde los popurrís a la publicidad; la hemos oído de mil y una formas, y seguro que más de uno estaría tarareándola inconscientemente desde la butaca. Más cómoda fue la fantasía de «Don Giovanni» de Mozart; fraseos regulares, cierres de frase redondos y un conjunto equilibrado al que no le costó emular las maneras de una orquesta clásica.

En la segunda parte destacó el «Intermezzo» de «La fuerza del destino» de Verdi, que sonó contundente, aprovechando colorido tímbrico de las maderas en una adaptación que supo jugar con el amplio registro del conjunto. «El cazador furtivo» de Weber y «La traviata» de Verdi quizás se excedieron en el lucimiento virtuosístico del clarinetista, y es que a lo largo del concierto hubo varios momentos en los que faltó más trabajo de conjunto, tanto entre las cuerdas como en los diálogos del clarinete con el cuarteto.

Fue un concierto diferente, una de esas citas para disfrutar sin complejos de melodías bien conocidas y para visibilizar esa dimensión popular de un género tan encorsetado en la actualidad como es la ópera. Para cerrar el recital, en la misma línea y como propina, la habanera de «Carmen».

 


Cuarteto Enol: versatilidad y buen gusto

Cuarteto Enol: versatilidad y buen gusto

 Adolfo Rascón (violín), Cristina Gestido (viola), Teresa Valente Pereira (violonchelo) y Mario Bernardo (piano) 

Teatro Jovellanos,30  de octubre de 2019.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

La Sociedad Filarmónica Gijonesa ha encontrado en los cuartetos un formato que se ajusta como un guante a su programación. En los últimos dos años han pasado por las tablas del teatro Jovellanos un buen número de estos ensambles, y el buen nivel de todos los recitales dan cuenta del buen momento que atraviesa la interpretación de música de cámara y demuestran una buena selección en la programación. El pasado miércoles fue el turno para una de las formaciones más recientes en el panorama musical asturiano; el Cuarteto Enol lleva apenas dos años en activo, pero está integrado por músicos solventes con una consolidada trayectoria. Adolfo Rascón (violín), Cristina Gestido (viola), Teresa Valente Pereira (violonchelo) y Mario Bernardo (piano) han unido talentos para emprender un proyecto con gran proyección de futuro que conquistó al público gijonés desde los primeros compases.

Fueron valientes, arrancando el concierto con el “Cuarteto con piano nº2 en Mib Mayor” de Dvorak, una obra que exige gran compenetración y obliga a los intérpretes a imprimir carácter a la ejecución desde el inicio. El “Allegro con fuoco” fue toda una carta de presentación en la que el cuarteto supo contrastar el ímpetu de los pasajes “saccade” con el lirismo de los diálogos más románticos. Reinó el equilibrio en todo momento, y el conjunto se mostró versátil para adaptarse al aire de cada movimiento, aletargando con dramatismo el largo y desplegando recursos expresivos en el allegro final. La ovación confirmaba que el público estaba entregado, pero aún quedaba mucha tela que cortar en la segunda parte.

Hacía años que no escuchábamos a Salvador Brotons en el Jovellanos, en el recuerdo queda el espectacular “Concierto para trombón” de la OSPA en 2013. Pero el Cuarteto Enol se encargó de volver a acercarnos la música de este compositor catalán con el “Cuarteto con piano op.48”. Es una pieza comedida de inicio, “sensible”, con cierto aire impresionista y un colorido tímbrico que obliga a los intérpretes a cuidar hasta el más mínimo detalle; también precisa complicidad entre los músicos, esa confianza necesaria para abordar la obra con el convencimiento de que nada ni nadie va a fallar. Con esa seguridad la pieza avanzó hacia pasajes de textura más densa con fraseos largos en los que los temas fueron desdibujándose. Las cuerdas dieron en el clavo con la atmósfera sombría e inquietante del adagio y terminaron, de nuevo, por todo lo alto en el allegro.

Para rematar, el “Cuarteto con piano en La menor op.67” de Joaquín Turina. Una obra más fácil de escuchar, con líneas temáticas bien definidas y de marcado carácter español, pero no exenta de complejidades a la hora de mantener el tono y la tensión de la pieza o crear detalles como los pianísimos en la cuerda, los trinos del piano o el control del vibrato en los ataques del tema. Quizás faltó algo más de contundencia y definición en los acentos del último movimiento, pero el catálogo de recursos desplegado fue para quitarse el sombrero. Y así lo hizo el respetable, con una ovación prolongada que valió una propina.

 


Un catálogo de sonoridades a la guitarra

Un catálogo de sonoridades a la guitarra

David Russell (guitarra). 

Teatro Jovellanos, 9  de octubre de 2019.
Publicado originalmente en La Nueva España.

Por Eduardo Viñuela

Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.

No es habitual que un guitarrista protagonice el arranque de temporada en una programación de teatro. La Sociedad Filarmónica de Gijón sigue en la línea valiente que ha emprendido hace un par de años y, a juzgar por la respuesta del público, la apuesta no ha salido nada mal. David Russell cosechó el pasado miércoles tres cuartos de entrada en el Jovellanos y la ovación cerrada de un público que terminó emocionado y rendido a su manejo de la guitarra. El recital del británico fue todo un catálogo de recursos para abordar un repertorio ecléctico que conjugó obras desde el barroco al siglo XX con un marcado aire de danza.

Fue un concierto de menos a más. El arranque fue cómodo: una «Polonesa» romántica de Coste que sirvió como tomar contacto con el público. Ahí ya pudimos observar la definición de los fraseos y el buen manejo de los retardos. Tampoco fueron aparentemente complicados los dos corales de Bach, que Russell abordó a continuación, aunque el compositor alemán siempre es exigente en la conducción de voces, que Russell solventó con matices dinámicos y progresiones acertadas jalonadas de trinos. El «perpetum mobile» barroco tampoco da tregua a la guitarra y obliga a mantener el tono durante todos los pasajes de la obra, pero lo más complicado quizás estuvo en el BWV 147, con la necesidad de destacar en el registro agudo una melodía tan conocida manteniendo el entrelazado de voces en el grave.

Un nuevo cambio de tercio nos llevó al presente, con las «Cantigas de Santiago» del compositor galés Stephen Ross. Esta obra está inspirada en el Camino de Santiago y en las estampas gallegas, y fundamentada en composiciones de Alfonso X y Martín Codax. La obra está llena de contrastes y de reminiscencias del paisaje sonoro gallego: el sonido de las campanas, la resonancia evocadora de las olas, la agitación de la fiesta popular… Todo cobró vida ante nuestros oídos con la guitarra de Russell antes de que el público estallara en una ovación que daría paso al descanso.

Lo mejor estaba por llegar, y aunque el inicio nos volvió a llevar al barroco, con la «Suite nº7» de Haendel, pronto llegarían los grandes momentos del recital. En la pieza de Haendel Russell manejó bien los contrastes de danzas y resolvió de forma convincente las peculiaridades de una obra escrita para clave. El punto de inflexión llegó con Granados; primero con la «Danza triste» y luego con la «Andaluza», en ambas predominaron los detalles, el cuidado de la agógica, la compensación de las sonoridades y los detalles del timbre, combinando pasajes más melosos con otros más agresivos ejecutados cercanos al puente. Sin embargo, el clímax vino con la música del paraguayo Agustín Barrios, que imprimió aún mayor lirismo al recital con obras como «Caazapá» o «Sueño de floresta», jalonada por los trémolos y muy aplaudida por el público. La ovación fue sonora, y valió una propina: la «Gran jota» de Tárrega, en la que Russell siguió explorando las posibilidades sonoras de su instrumento.

No es habitual que un guitarrista protagonice el arranque de temporada en una programación de teatro. La Sociedad Filarmónica de Gijón sigue en la línea valiente que ha emprendido hace un par de años y, a juzgar por la respuesta del público, la apuesta no ha salido nada mal. David Russell cosechó el pasado miércoles tres cuartos de entrada en el Jovellanos y la ovación cerrada de un público que terminó emocionado y rendido a su manejo de la guitarra. El recital del británico fue todo un catálogo de recursos para abordar un repertorio ecléctico que conjugó obras desde el barroco al siglo XX con un marcado aire de danza.

Fue un concierto de menos a más. El arranque fue cómodo: una «Polonesa» romántica de Coste que sirvió como tomar contacto con el público. Ahí ya pudimos observar la definición de los fraseos y el buen manejo de los retardos. Tampoco fueron aparentemente complicados los dos corales de Bach, que Russell abordó a continuación, aunque el compositor alemán siempre es exigente en la conducción de voces, que Russell solventó con matices dinámicos y progresiones acertadas jalonadas de trinos. El «perpetum mobile» barroco tampoco da tregua a la guitarra y obliga a mantener el tono durante todos los pasajes de la obra, pero lo más complicado quizás estuvo en el BWV 147, con la necesidad de destacar en el registro agudo una melodía tan conocida manteniendo el entrelazado de voces en el grave.

Un nuevo cambio de tercio nos llevó al presente, con las «Cantigas de Santiago» del compositor galés Stephen Ross. Esta obra está inspirada en el Camino de Santiago y en las estampas gallegas, y fundamentada en composiciones de Alfonso X y Martín Codax. La obra está llena de contrastes y de reminiscencias del paisaje sonoro gallego: el sonido de las campanas, la resonancia evocadora de las olas, la agitación de la fiesta popular… Todo cobró vida ante nuestros oídos con la guitarra de Russell antes de que el público estallara en una ovación que daría paso al descanso.

Lo mejor estaba por llegar, y aunque el inicio nos volvió a llevar al barroco, con la «Suite nº7» de Haendel, pronto llegarían los grandes momentos del recital. En la pieza de Haendel Russell manejó bien los contrastes de danzas y resolvió de forma convincente las peculiaridades de una obra escrita para clave. El punto de inflexión llegó con Granados; primero con la «Danza triste» y luego con la «Andaluza», en ambas predominaron los detalles, el cuidado de la agógica, la compensación de las sonoridades y los detalles del timbre, combinando pasajes más melosos con otros más agresivos ejecutados cercanos al puente. Sin embargo, el clímax vino con la música del paraguayo Agustín Barrios, que imprimió aún mayor lirismo al recital con obras como «Caazapá» o «Sueño de floresta», jalonada por los trémolos y muy aplaudida por el público. La ovación fue sonora, y valió una propina: la «Gran jota» de Tárrega, en la que Russell siguió explorando las posibilidades sonoras de su instrumento.

 


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