Juan Barahona deslumbra en el teatro Jovellanos
Crítica del concierto de Juan Barahona .
Teatro Jovellanos, 16 de enero de 2018

Por Ramón Avello
El pianista asturiano ofreció su versión de Mozart y Liszt en un concierto de la Filarmónica
Por Ramón Avello
Por Mar Norlander
Es sabido que en Asturias hay mucho talento artístico, pero de vez en cuando es necesario darle visibilidad, y de esta manera hacer “profetas en su tierra”. Es el caso del tenor Alejandro Roy y de la soprano Beatriz Díaz, recientemente nombrada “Asturiana del Mes” por LA NUEVA ESPAÑA. El Teatro Jovellanos, en colaboración con la Sociedad Filarmónica de Gijón, ha apostado por una gala en la que se unen las dos grandes figuras de la lírica y muestran su talento con una selección de arias y dúos procedentes de las mejores óperas italianas, en su mayoría veristas.
Quedó claro que Puccini es uno de los favoritos de ambos cantantes, pero también hubo alguna muestra de Verdi, Leoncavallo, Amilcare Ponchielli y los menos habituales Francesco Cilea y Alfredo Catalani. Una gala muy complicada porque cada cantante está obligado a dar el “triple salto mortal” en cada una de sus intervenciones, no hay números de relleno y optan por enfrentarse a las partituras más exigentes. Además no hay ni orquesta ni coro sobre el que apoyarse, las voces se sostienen sólo con el acompañamiento del pianista Juan Antonio Álvarez Parejo, por lo tanto, cualquier mínimo error se aprecia. Abordar este repertorio y de esta manera indica el gran nivel que tienen los dos cantantes.
Abrieron con el difícil dúo de amor, “Gia nella notte densa”, de la ópera “Otello” (Verdi), basado en la obra de Shakespeare: todo un reto y una muestra de gran compenetración en la pareja. Brillante fue el dúo “Mario, Mario” de “Tosca”, cantado con mucha sensibilidad, en el que fluyó la química entre ambos. También, muy destacable el dúo que representa el encuentro entre “Cio-Cio San” y su marido el teniente “Pinkerton” en “Madama Butterfly” (Puccini). Más discreta fue la intervención del dúo final “O soave fanciulla”, de la ópera “La Bohème” (Puccini), muy correcta pero sin llegar a pellizcar
Breve y brillante fue el aria “Addio fiorito asil” de la ópera “Madama Butterfly” cantada por Alejandro Roy, al igual que “Ch’ella mi creda”, también de Puccini, que precisa de mucha intensidad y sensibilidad. Sus intervenciones más destacadas fueron: “Vesti la giubba” (Leoncavallo) y la propina “E lucevan le stelle” de “Tosca”, partituras exigentes que requieren mucha madurez vocal.
En toda su plenitud está la voz de Beatriz Díaz al escoger un repertorio como el de la gala. Aunque la ópera verista Adriana Lecouvreur (Cilea) no es muy representada, la belleza del aria “Io son l’umile ancella” hace que muchas grandes cantantes la incluyan en su repertorio solista. Beatriz Díaz levantó las primeras ovaciones por la belleza tímbrica y el gran dominio de la técnica. Muy cómoda se sentía Díaz en el papel de “Cio-Cio San” cantando “Un bel dì vedremo”, (Puccini). Intensos aplausos desató después de “Ebben, ne andrò lontana” (Catalani), una pieza poco conocida que requiere un gran control de dinámicas. Finalizó con la propina “O mio babbino caro”, que termina con un pianissimo delicioso, mostrando así que está a la altura de las más grandes sopranos.
Sin duda, los dos asturianos mostraron todo un alarde de buena técnica vocal, potencia y sensibilidad, en una gala poco frecuente y muy necesaria para poder apreciar la calidad de los nuestros.
Por Ramón Avello
Por Eduardo Viñuela
Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.
La propuesta era atractiva, incluso enigmática, sobre el papel: “Sonatas apócrifas de Luigi Boccherini”. No es habitual encontrar programas monográficos dedicados a un compositor tan difícil del situar en la historia de la música. A caballo entre el último barroco y el clasicismo pleno, tan español como italiano, Boccherini cuenta con una obra que ofrece multitud de matices y lenguajes que se mueven entre el estilo galante europeo y el baile popular español, siempre dentro del decoro y la serenidad de la impronta clásica, pero sin renunciar a la expresividad y a los afectos.
Antes de empezar el recital, el violinista Emilio Moreno se dirigió al público para desvelar el espíritu del concierto, enmarcándolo en la práctica tan común en el siglo XIX de adaptar las obras de conjunto a los instrumentos disponibles en cada ocasión. Así, cuartetos y quintetos sonarían con arreglos para dúo de violín y clave. Hasta aquí todo bien, pero cuando la música empezó a sonar era evidente que algo no funcionaba: el violín no lograba el peso que cabía esperar en una obra de este periodo, su sonido sonaba apagado, quizás también por el empleo de cuerdas de tripa, y los fraseos quedaban desdibujados, no resultaban convincentes frente a la seguridad y la diligencia que mostraba Aarón Zapico al clave.
Quizás la merma de efectivos no fue la más adecuada para un escenario como el teatro Jovellanos, no es lo mismo un salón de la burguesía del XIX que un teatro actual. Pero el desequilibrio entre ambos músicos era palpable en la articulación, la intención, la definición… Hubo momentos de cierto entendimiento en la sonata “La seguidilla”, con un minueto en el que Moreno puso un plus de gestualidad y logró un diálogo convincente con el clave. En el “andantino” de la “Sonata en Re Mayor”, incluso hubo complicidad para crear expectación como dúo, pero en el “allegro” final el clave casi hizo desaparecer al violín, que no parecía encontrar su sitio.
El “presto” de “La tirana española” confirmó los desatinos del violinista a la hora de enfatizar pasajes en los tiempos rápidos, y sólo en los lentos, como el “largo” de la Sonata op.2/1 en Do menor”, se atisbaba algo de compenetración. Tras algo más de una hora de concierto, el público respondió con un aplauso comedido y correcto, nada de ovaciones y ni rastro de reclamo de propinas. No es Boccherini un compositor especialmente lucido ni fácil para la estética musical actual, pero quizás con algo más de brillo, definición y fuerza en el violín la cosa habría sido diferente. Si en la adaptación tienes que suplir el material melódico de varios instrumentos y convencer en un recinto de grandes dimensiones, el planteamiento ha de ser diferente a lo que vimos el pasado miércoles en el Jovellanos. Boccherini bien vale una misa.
Por Ramón Avello
Por Eduardo Viñuela
Crítica del concierto de la Sociedad Filarmónica de Gijón.
De nuevo un cuarteto en la programación de la Sociedad Filarmónica de Gijón; este formato se ha prodigado en lo que va de año, y más allá de lo asequible y lucido de este tipo de agrupaciones, podemos asegurar que por Gijón están pasando formaciones de primer nivel y que se encuentran en un momento de gran forma. Hace unos meses actuaba el “Cuarteto Quiroga”, galardonado recientemente con el Premio Nacional de Música, y esta semana nos visitó el “Cuarteto Leipzig”, que celebra treinta años de éxitos por los escenarios de medio mundo.
En la música, como en muchos otros oficios, la experiencia es un grado, pero cuando además la trayectoria de unos músicos se forja en una agrupación estable encontramos conjuntos capaces de afrontar lenguajes diversos con naturalidad y con una compenetración que sólo se logra con el poso de muchos años tocando juntos. Este es el caso del “Cuarteto Leipzig”, que en su larga historia ha tocado todos los palos de la música de cámara, del barroco a la música contemporánea, y el pasado miércoles ofrecieron una muestra de su versatilidad interpretando piezas de distintos periodos, en un concierto que acabó desatando la ovación y los “bravos” entre el numeroso público que se dio cita en el teatro.
Mozart abrió el programa y sonó equilibrado, pero el “Cuarteto nº17” no brilló. Hubo ímpetu y, por momentos, incluso descaro en los fraseos del primer violín, pero el diálogo entre los músicos no fue fluido. Quizás el inteligente juego con el tempo en el “Adagio”, retardando de forma efectiva el discurrir de la melodía, logró ese plus que precisa una obra tan clásica para enganchar al público, pero la agitación del “Allegro” final diluyó pronto el clima que se había creado.
Muy diferente fue la interpretación del “Cuarteto en La Mayor op.41/3” de Robert Schumann. El arranque delicado nos introdujo de lleno en un lenguaje romántico y en una atmósfera de expectativa que derivó de forma orgánica en un diálogo de melodías bien conducido. Los contrastes dominaron el segundo movimiento, pero los músicos evitaron excesos y controlaron el discurso en todo momento poniendo énfasis en los pasajes con peso. Lo sublime llegó en el “Adagio”, con un continuo sonoro construido de forma magistral que hizo más efectivo el “Finale”.
De las melodías bien elaboradas al triunfo de la sonoridad en el “Cuarteto americano” de Dvorak, donde los fraseos se alargan y los detalles se multiplican para adornar un discurso sin jerarquías. Los contrastes también gobernaron esta pieza: eufonía y temple en el movimiento “Lento” y carácter obsesivo en las reiteraciones y en los motivos angulares del “Molto vivace”. El enérgico “Finale” sirvió para lanzar la sonora ovación, que bien valió una propina. En un homenaje al nombre del cuarteto, el “Cuarteto Leipzig” quiso despedirse con un breve coral de Bach, que puso un contrapunto de sosiego al recital.
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